Miraflores, Boyacá | Parque principal
Por: Carlos Castillo Quintero
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Una noche, hace unos seis o siete años, en unas ferias y fiestas me encontré con Héctor Patarroyo Morales.
—Hola Monaco —le dije— tiempo sin verlo.
Me contestó el saludo, por mi apellido, como se usa cuando uno no sabe del todo quién es su interlocutor, pero sospecha que es algún conocido.
Hablamos del pueblo, de los tiempos en los que se disputaban animados torneos de fútbol en “El Campín”, la cancha del colegio. Hablamos de ciclismo, ¡cómo no!, de los entrenamientos a las 4:00 a.m. que iniciaban con un calentamiento en las escalinatas de la iglesia, para luego destejer un circuito que partía del parque principal, iba hasta el hospital, tomaba la calle de abajo, llegaba hasta la entrada de la calle del progreso y retornaba pasando por frente del cementerio, para tomar la calle de arriba y llegar otra vez al parque; así, varias veces, hasta las seis de la mañana hora en la que iniciaba el día para los demás habitantes y se generaba la posibilidad de un accidente.
Ya cuando íbamos por la segunda cerveza se dio cuenta de que el “Castillo” con el que estaba hablando no era mi hermano Pablo, sino yo. Lo actualicé sobre las circunstancias en las que había muerto mi hermano, y le aclaré que muchos de aquellos recuerdos pertenecían a su memoria, y no a la mía, pero que los sentía como propios porque yo, desde muy pequeño, había acompañado a mi hermano Pablo en aquellas lides.
Luego le expresé mi admiración por su vida dedicada al deporte, la suya y la de sus hermanos; le dije que siempre había admirado sus bicicletas bien engalladas y, en general, la pulcritud y dedicación con la que los Patarroyo encaraban cada disciplina deportiva en la que participaban. Héctor se sorprendió de que yo me acordara de esas cosas, y fingió reconocerme. Le ayudé diciéndole quién era, le dije que me había dedicado a escribir literatura, poemas. Él abrió los ojos, y mejor pedimos otra cerveza.
—Hola Monaco —dijo alguien.
—Hola Monaco —dijo algún otro amigo, y así, aquella noche y aquella conversación casual con Héctor Patarroyo Morales se diluyó, hasta hoy, que me he enterado de su muerte, y de golpe ese momento se ha unido a la melancolía que invade esta tarde fría de domingo en la que escribo.
En el computador, un piano magistral interpreta una obra de Franz Liszt, y apenas ahora me doy cuenta de que ha llovido durante todo el día, y de que estoy triste.
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En realidad, desde el principio, desde el primer momento en el que me acerqué a saludar a Héctor, yo quería hablar con él de otra cosa, pero no lo hice. Quería preguntarle por una antigua leyenda familiar, según la cual, ellos y nosotros teníamos un vínculo de sangre. Quería hablarle de don Torcuato Morales, el papá de mi papá, que no tuvo la gallardía de darle el apellido a los hijos que tuvo con mi abuela, y que si lo hubiera hecho, nosotros, en consecuencia, no seríamos Castillo sino Morales, compartiendo por esa vía el segundo apellido con los Patarroyo. No le pregunté por pena, por no hacer el ridículo, ya que, seguramente, esos decires no fueron más que otra elucubración de mi papá sugerida por la imaginación o el aguardiente.
Sin embargo, no hace falta ningún vínculo de sangre, que llueva, y mucho menos que suene Franz Liszt para sentir tristeza por la muerte de Héctor Patarroyo Morales, de quien no fui amigo, ni pariente, sino un paisano más que lo recuerda. Mientras termino esta nota lo veo, joven, sonriente, bien vestido, montado en su bicicleta de carreras dando una vuelta por las calles del pueblo, a las siete de la noche, hora en la que las muchachas salían a pasear, a despedir el crepúsculo con sus sonrisas de pomarrosa y su andar desenfadado.
¡Descanse en paz!
* * *
Para la familia Patarroyo Morales,
con aprecio.
19 | 03| 23
Muchas gracias por tan hermoso poema de mi amado tío, quien partió dejando en nuestras vidas momentos inolvidables.
Cómo olvidar a monaco, un amigo entrañable a quien tuve la fortuna de conocer y compartir pupitre en tercero de primaria. Apenas sonaba la campana para salir al recreo de la mañana me decía «usted hortaliza va pa mi equipo», y de ipsofacto tomaba el balon de futboll y saliamos corriendo a la cancha como locos, sin importar que hubiera lluvia o sol. El partido de fútbol ya estaba cantado y era inevitable la emoción y la alegría que producía el primer gol a favor o en contra. Buen viaje monaco, te fuiste adelante; que siguas volando con vuestro espiritu deportivo a la mas grande de las estrellas.
Buenas tardes Carlos,
En primer lugar darle las gracias por dedicar un tiempo para escribir este relato, por inmortalizar estos recuerdos y expresar este cariño a mi tío Hector. Que los recuerdos inmortalicen la vida de mi querido tío.
Un saludo,
Aura Patarroyo