Tres noches con Roberto Bolaño

 

 

Por: Carlos Castillo Quintero

No recuerdo si había llovido, quizá no, pero para mí en Tunja siempre llueve. Es una llovizna filosa que cae de lado y uno siente que se le lleva pedazos de piel. No molesta, por el contrario.

Con lluvia o no esa tarde la ciudad estaba triste, yo lo estaba. Entonces me lo encontré: no recuerdo su nombre, no recuerdo quién era, pero sí su aliento de borracho.

—Se murió Bolaño —dijo.

No entendí (o no me importó) de qué estaba hablando.

—Bolaño, el escritor —repitió.

Me deshice del ebrio como pude y fui a un café internet. Sí, ese lunes 14 de julio de 2003, es decir tres días antes había muerto Roberto Bolaño.

Por entonces de Bolaño había leído algunos cuentos de Putas asesinas, libro que meses atrás un amigo me había prestado pero sólo por un par de horas.

—No se lo dejo porque lo estoy leyendo, porque no puedo. —Y enfatizó en el no puedo; ahora lo entiendo.

Pero lo que había que leer (eso decían todos) era su novela Los detectives salvajes.

Yo, como en otras ocasiones, no hice caso y evité el libro. Leí poesía de Bolaño, más cuentos de Bolaño, las Llamadas telefónicas de Bolaño, algunos de sus perros románticos pero no el libro recomendado. Hasta esta semana…

Pero volvamos al café internet.

Sí, la noticia estaba por todo lado. Herralde habló, algunos de los amigos cercanos al escritor hablaron… y yo leí lo que decían y leí a Bolaño, y con la noticia me morí un poco. No porque se hubiera muerto Bolaño, sino por tener la certeza —otra vez— de que la vida es una mierda.

Cuando salí del café internet ya era de noche. Ahí mismo, en esa calle, en el sótano de ese edificio había un bar. Entré y seguí leyendo a Bolaño, es decir unos cuentos y unos poemas que bajé de la red, hojas que puse en mi mochila como si fueran un tesoro.

Unas horas después deambulaba por la Plaza de Bolívar y vi a uno que recordé de algún recital, o de una sesión de taller y fui hacia él.

—Se murió Bolaño —le dije.

El tipo me miró como si yo no estuviese ebrio, que lo estaba, sino como si fuera un loco peligroso y pueda que no le faltara razón.

—Bolaño, el escritor —repetí, pero para entonces el hombrecito era apenas una sombra que se escabullía por el Pasaje de Vargas. Lo seguí pero no llegué más allá de la primera tienda.

Me gusta ir allí porque la atiende su dueña, una señora de edad indefinida que se peina y se maquilla igualito a Gary Oldman, en el papel de Drácula de Coppola. Un día hice este comentario con Hugo Chaparro Valderrama que andaba por allí, en Tunja, y él quiso comprobar si era cierto y en el intermedio del taller en el que andábamos nos fuimos a ver a la señora, pero no estaba. ¡Qué lástima!, era la ocasión propicia para ver una versión de Drácula (interpretado por aquella gentil dama), cerca a esa fiel versión de Edgar Allan Poe que es Hugo Chaparro. No se puede tener todo en la vida, se sabe.

Allí, en la tienda de la Sra. Oldman, seguí bebiendo, fumando (por entonces fumaba y se podía) y leyendo a Bolaño, es decir repasando las 20 páginas impresas que ya empezaban a manifestar cansancio. No recuerdo qué paso después, las imágenes de aquella noche van y vienen caprichosas. Una voz dice: «Se murió Bolaño» y otra la corrige: «No, hombre, el que se murió fue Héctor Lavoe»…

Dejemos que esas voces lejanas sigan conversando y, mientras tanto, les hablo de mis tres últimas noches, las que corresponden al 22, 23 y 24 de febrero de 2010.

Hacía un par de semanas que el libro andaba por ahí, nuevecito, todavía en la bolsa de la librería. Incluso —con Rose— habíamos hablado de la carátula: buena foto, bien el tono de naranja, pero sobre todo ¡qué buen concepto gráfico!, por lo simple. Un punto para Anagrama y su Colección Compactos.

El lunes 21 amanecí muerto, igual que el personaje de Bram Stoker: era Nosferatu, el maldito, el no-muerto, la bestia, el vampiro… Y así anduve durante todo el día, durante toda la semana, excepto porque leí Los detectives salvajes, la novela de Bolaño que había evitado por una década.

Las primeras 137 páginas en compañía del poeta adolescente Juan García Madero, casi me hacen tirar el libro a la porra, pero no se me dio la gana… seguí leyendo por inercia.

 

 

Escuchemos:

«No sé muy bien en qué consiste el realismo visceral. Tengo diecisiete años, me llamo… estoy en el primer semestre de la carrera de Derecho. Yo no quería estudiar Derecho sino Letras, pero mi tía insistió y al final acabé transigiendo. Soy huérfano. Seré abogado. Eso lo dije a mi tío y a mi tía y luego me encerré en mi habitación y lloré toda la noche».

Esa es la primera página y sigue así… en ese tono, con ese narrador ¡por Dios! hasta más allá de la página cien. Ulises Lima y Arturo Belano (los personajes principales), nada, demasiado gaseosos, imprecisos. No así María Font y su padre, buenos aquí y mejores más adelante.

Pues bien, esas son las ventajas de estar muerto y no-muerto, aguanté al poetastro Madero y la segunda noche, la del 23, seguí leyendo…

Y el asunto fue a otro precio. La segunda parte de la novela está construida a partir de las voces de múltiples narradores. Se señala quién habla, se menciona un lugar, una fecha y Bolaño deja que fluya el poeta que lo acosa a todo instante y lo pone al servicio del narrador y coge al lector y hace lo que se le da la gana con él.

Escuchemos:

«…Y luego Álvaro Damián se marchó y veinte días después vino mi hija a visitarme y me dijo papá, esto no debería decírtelo pero creo que es mejor que lo sepas. Y yo le dije: cuenta, cuenta, soy todo oídos. Y ella dijo: Álvaro Damián se pegó un balazo en la cabeza.

Y yo dije: ¿y cómo ha podido Alvarito hacer semejante barbaridad? Y ella dijo: los negocios le iban muy mal, estaba arruinado, ya lo había perdido casi todo. Y yo dije: pero podía haberse venido al manicomio conmigo. Y mi hija se rió y dijo que las cosas no eran tan fáciles. Y cuando se marchó yo me puse a pensar en Álvaro Damián y en el Premio Laura Damián que se había acabado y en los locos de El Reposo en donde nadie tiene dónde reposar la cabeza y en el mes de abril, más que cruel desastroso, y entonces supe sin asomo de duda que todo iría de mal en peor.» (pág. 302)

¡Qué maravilla!, incluida la alusión al verso de T.S. Eliot.

La tercera noche leí la última parte del libro, es decir la tercera: Los desiertos de Sonora en donde regresa como narrador el poetastro Juan García Madero, con la misma voz de antes pero para entonces (pág. 557) yo ya no era el mismo de las primeras páginas. Es decir, en este punto, Bolaño podía hacer con su novela (y conmigo) lo que le viniera en gana. Yo, lo único que tenía presente era que el libro se iba a terminar. ¿Qué haría después?

No lloré (la última vez fue con Soldados de Salamina, de Javier Cercas en donde Bolaño es personaje y en donde la estructura, lenguaje y titulación son una especie de homenaje de Cercas al chileno).

No lloré por una razón: había llorado durante todo ese lunes, las noches que siguieron, los días… el 22, 23 y 24 de febrero de 2010.

Y bueno, me levanté de mi ataúd y escribí esto.

 

* * *

 

Artículo publicado originalmente en el Periódico El Diario, el 20 de julio de 2015.

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