Dos cuentos de Claudia R. Niño: Lluvia en azul / Inútil Collage

Foto de la autora: ©GrippArt

LLUVIA EN AZUL

Ya hace mucho tiempo que no temía a la muerte…

Bertolt Brecht

(Suena el Joe)

I

          Salí de clase de cincelado. Habíamos estado haciendo herramientas, un martillo, y tenía las manos reventadas. El maestro estuvo particularmente cansón, intentando dejar claro que lo que él enseñaba, sólo él, y nadie más en el mundo podría enseñarlo. ¿A quién se le ocurre, en estos tiempos, poner a sus alumnos a tallar un martillo? Con quince mil pesos lo hubiese conseguido en los Mártires y a cambio aún tendría uñas, manos, por lo menos. Es un sádico, pensé. Hacia las once de la mañana llegó María Isabel ―la directora― con unos camarógrafos y dijo que iban a grabar un comercial de la Escuela, que quiénes queríamos participar. Aproveché para escaparme, no aguantaba una clase más hoy.

Aprisa, tratando de protegerme de la lluvia que iniciaba con amenaza de tormenta, caminé por la octava, crucé bajo las arcadas del Palacio de Liévano y sentí una opresión sobre la espalda: ¿Qué estarían tramando para el futuro de esta pobre ciudad? Ya en el Oma de la esquina de la once, con un rico brownie con helado y café caliente frente a mí, saqué mi libreta y ya me disponía a comenzar a dibujar ―para recuperar mis manos y olvidar al patán de cincelado― cuando lo vi: era Camilo, esa mirada azul que vi por primera vez en el Jardín de Freud, en mis tiempos de estudiante de Artes en la Nacional. Ahí estaba, parado en la calle, con un costal en la mano, el rostro lacerado y mugriento, las greñas sucias, sonriéndome. En sus ojos ―igual de bellos a los que yo recordaba de hace menos de siete años― brilló una luz nueva. Antes de que pudiera devolverle la sonrisa extendió su mano derecha, una enorme mano que se me figuró deforme, una pezuña de fauno con la que, suavemente, golpeó el cristal de la ventana. «Angélica» dijo, y no supe si su voz me llegó de la lluvia, que afuera azotaba con avidez lo que quedaba de aquel hombre y su costal, o de Siloé, aquella noche, cuando por fin me invitó a bailar.

―«El caminante», así se llama la canción ―me dijo. Yo lo sabía, pero me gustó que me tratara como a una primípara de provincia. Me gustó su olor y su mano fuerte en mi cintura.

Camilo ya iba como en séptimo semestre de ingeniería, decían que militaba en el Eme y era asiduo a la Plaza Che, en donde lanzaba arengas por la igualdad y el cambio social. Había sido el representante estudiantil de su Facultad y de vez en cuando publicaba acalorados pasquines en Albatros, la revista de Humanidades. También escribía efímeros poemas que yo había leído y que conservaba copiados en mi agenda. Mientras bailábamos recordé un verso suyo que me gustaba: Toma mis alas y llévatelas, aún es tiempo de renacer…

Desde mi mesa, Andrés Felipe, mi novio, me lanzaba miradas que como extraviados rayos de Zeus nos atravesaban, e iban a parar al lado de Héctor Lavoe y de Celia, y ―brillantes― quedaban colgando de los muros. No me importó. Camilo ahora bailaba pegado a mí, cantando en mi oído:

Ya mañana temprano seremos dos extraños

Pues jamás me detengo ni en el camino ni en el amor…

Cuando terminó la canción regresé con Andrés Felipe, y nos fuimos. A la salida intenté hacerme notar para que Camilo se diera cuenta, pero estaba absorto en una acalorada discusión con sus amigos. Desde entonces no supe más de él. No volví a verlo en la universidad, y menos a leer algo suyo. Desapareció de la faz de la tierra. Hasta hoy.

II

A las 3:45 a.m. el escuadrón de asalto irrumpió en el apartamento 402, del Edificio Fundadores, al suroriente de la ciudad. Eran cinco hombres armados hasta los dientes. Camilo dormía bocabajo, solo, semidesnudo, ebrio, con un libro de Bertolt Brecht en su mano izquierda. La habitación hedía a Pielroja. Lo bajaron de la cama, lo tiraron sobre las ateridas baldosas y lo esposaron. El que parecía ser el comandante del operativo lo amordazó y le puso una bolsa de tela en la cabeza.

Durante cerca de media hora, como ratas famélicas, hurgaron hasta por debajo del piso y destruyeron todo: el cuadro del Che Guevara que Clau le había regalado, la grabadora y los casetes de Carlitos Puebla, los acetatos originales de los Beatles (¡qué lástima!), los acetatos originales de la Sonora Matancera, y los de la Fania (¡no!, qué cerdos); y desencuadernaron los tomos de El Capital, la obra completa de Pablo Neruda, los libros de Galeano, Benedetti, Sartre…, los mamotretos de Cálculo, de Física, de Matemáticas, y se llevaron las carpetas con sus poemas, y los setenta mil pesos que tenía ahorrados para pagar el arriendo.

Ya en la camioneta lo agarraron a patadas. «Comunista hijueputa», le gritaban, cada vez con más furia. Y comenzaron las preguntas:

¿Quiénes, dónde, cuándo…?

Apenas le quitaron la mordaza, Camilo ―como si aquello apenas fuera otro de sus agitados sueños― preguntó por el cuncho de Brandy Napoleón que Marcy (¿así se llamaba?) le había dejado para el resto de la noche, y comenzó a repetir versos de Brecht, sueltos, huérfanos en aquella infausta madrugada: Ese país cuyo suelo se nos impide pisar… «Comunista hijueputa» …hablas como alguien devorado por el amor y el odio… (Pidió un Pielroja, o algo para fumar). «¡Quién dirige la toma, hable hijueputa!» …tu pie no pisa el suelo, solo palabras…

Cuando Camilo preguntó por décima vez por los restos de su botella de brandy, la camioneta ya había penetrado a un túnel ciego, a las afueras de la ciudad. El interrogatorio ―en las entrañas de ese túnel― continuó.

Tres meses después, a las 3:45 a.m., lo tiraron cerca al Páramo de Usme.

Para entonces, Camilo ya no recordaba ninguno de sus versos, ni los de Bertolt Brecht, ni los de nadie.

III

Aparté la mirada de ese azul ahora doloroso, y miré mi rico brownie con helado y café caliente frente a mí. ¿Sería capaz de darle una moneda? Cogí el brownie y salí para invitarlo… quizá para darle un abrazo, pero cuando levanté la cabeza, él ya no estaba. En el vidrio apenas la lluvia, el torrencial. Fui a la puerta: no, no estaba. El agua que bajaba del cielo repitió en mi oído, con ritmo, un ya muy lejano pedazo de canción…

No es preciso que sepas cuál es mi rumbo

Simplemente el destino lo quiso así…

*   *   *

 

Gustav Klimt – Figura de una mujer joven, 1918 / The Metropolitan Museum of Art

*   *   *

INÚTIL COLLAGE

 

          Escribo. En el papel de arroz que compré con el billete que me diste el último día que te vi, escribo, con mi mejor caligrafía. Hago un rollito y lo conservo en mi mano derecha. Estas palabras son para ti. Es tu regalo. No sé si está bien darle regalos a la gente muerta, pero son para ti.

Vienes hacia mí. Luces sereno, bello, fuerte, con tus rizos plateados peinados hacia atrás. Sonríes, o quizá no, pero quiero pensar que estás sonriendo. A mi alrededor todos simulan tristeza. Sonrío también, contigo. ¿Y si de verdad están tristes? Tomo distancia para verte en perspectiva: realmente te ves bien, elegante, con tu corbata azul celeste, la camisa blanca y el vestido que te ponías para asistir a los funerales de tus amigos.

El ataúd es sobrio, como tú. Quisiera que estuviera sonando el Réquiem de Mozart, o algo parecido, pero parece que todos han olvidado cuánto me gusta la música.

Cirios, coronas, ramos de rosas: blancas, amarillas, rojas; azucenas que con su punzante aroma me trasladan a una lejana tarde de mayo, en la esquina donde me dejaba la ruta del colegio, a dos calles de mi casa. Olor a flores de muerto, obituario en la puerta, rezanderas, gente tomando aguardiente. Tenía siete años y jamás había visto un cadáver. Omaira y Sara ―mis primas― tampoco. Y nos retamos a verlo. Decididas entramos a la sala en donde se velaba al difunto. El ataúd estaba en el centro, solo, y parecía que a nadie le interesaba. Todos hablaban. Risas. Cuchicheos. Más rezos. Más aguardiente. El muerto era don Aristóbulo. Lo mató un rayo en pleno partido de fútbol. Don Aristóbulo había sido de la Selección Departamental y ya viejo conservaba la costumbre de jugar. Con sol, con lluvia, siempre jugaba los domingos en la tarde, hasta que lo mató un rayo.

La primera, y la única que lo intentó, fue Sara. Tuvo que pararse en puntillas de pies porque el féretro estaba bien alto. Se empinó y miró al muerto, por un segundo, y salió corriendo. Omaira se fue detrás de ella, asustada. Yo me había quedado en una esquina de la sala, junto a una mesa donde había tacitas con café y una bandeja con galletas. Tomé una con forma de flor y otra de corazón y las guardé en el bolsillo del uniforme. Sara corrió hasta su casa y se encerró en el baño, a llorar. Casi no se calma. Jamás quiso decirnos cómo era el muerto. Al llegar a mi casa pegué las galletas en un tablero que tenía detrás de la puerta de mi cuarto con cosas que encontraba tiradas en la calle: un arete, una estrella de papel brillante, una hebillita de corazón, una semilla de no sé qué, un botón… collage inútil que aún conservo.

Meses después murió mi tía, la mamá de Omaira. Mientras se bañaba pisó el jabón y se rompió la cabeza. Sirvieron confituras y galletas de hojaldre. Tampoco a ella pude verla.

Tú eres el primero que contemplo. Miras a nuestra familia y dices: Pie iesu domine, dona eis requiem. Tu mirada se tuerce. Miras a la abuela que parada junto al ataúd murmura una plegaria. Luce bella.

Me tomas de la mano. Me levanto y nos vamos. Vestida con mi traje de tafetán blanco, con perlitas y mostacillas en el borde, el de mi primera comunión, me siento tan elegante como tú. Escuchamos a mi madre, tu hija, que allá abajo llora. Guardo en mi corazón una de sus lágrimas, para mi collage.

*   *   *

 

NOTA BIOGRÁFICA. Claudia R. Niño (Tunja, Colombia, 1966). Escritora, artista plástica y orfebre. Realizó estudios de Artes Plásticas y Visuales en la Universidad Nacional de Colombia y en la Academia Superior de Artes de Bogotá – ASAB. Estudió Platería de la Escuela de Artes y Oficios Santo Domingo de Bogotá. Ha sido docente de Arte Contemporáneo en el Instituto FUES, y Directora del Taller “Contar la ciudad” dentro del Programa de Escrituras Creativas de Bogotá. Su obra literaria fue incluida en el Programa Internacional Chiloé de la Comunidad Vasca (2009). Sus cuentos “Alguien fuma” y “Casa abandonada” se publicaron en la antología “Cenizas en el andén – Cuentos de la ciudad” (Asterión, Bogotá, 2009), y su relato “Artefacto” se publicó en “Pisadas en la niebla – Antología de nuevos cuentistas boyacenses” (Colección Los Conjurados, Común Presencia Editores, Bogotá, 2010). Fue seleccionada para la Antología Talleres Literarios de Ministerio de Cultura de Colombia (Tragaluz Editores, Medellín, 2011). Incluida en “Árbol del Paraíso – Narradores Colombianos Contemporáneos” (Común Presencia, Bogotá 2012). Incluida en la Antología de Cuento “La magia de la palabra” (Fundación Don Bosco College, 2015). En el 2013 su obra fue escogida para hacer parte de la selección de narradores publicados en la Revista Copa, con traducción al Inglés, y dirigida a cerca de ocho millones de viajeros de esa aerolínea. En 2017 su cuento “Sueños de trapo”, fue finalista del Concurso Historias por la igualdad convocado por Zenda e Iberdrola (España).

 

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