SLENDERMAN | Un cuento de Carlos Castillo Quintero

 

 

Ser violada, sin conocer antes esa palabra, ni su significado: ese es un cuento de terror. A la niña le gustan los cuentos de terror, pero solamente los que están atrapados en los libros.

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Slenderman es delgado, muy alto, tiene las manos grandes y los brazos largos. Su rostro está cubierto de carne pero no tiene rasgos faciales. En la espalda le nacen tentáculos. Casi siempre viste traje formal de color negro, camisa blanca con el cuello almidonado y usa mancuernillas. Slenderman, desde hace cinco años acecha, secuestra, y traumatiza a los niños de la ciudad. Está cebado.

Las dos hermanas duermen en la misma cama y el niño, que es el más pequeño, duerme solo. En la habitación quedan algunas manchas de luz. En la casa vecina suena una lavadora, respira como un elefante enfermo. La mamá no baja la guardia en ningún momento. Se esconde en la sombra, vigila. En el jardín un perro gris se rasca contra el tronco de un eucalipto. La mamá sabe que Slenderman está cerca, lo huele. Se asoma a la ventana y sus ojos se llenan de niebla. A lo lejos el río baja lento.

Los niños no tienen papá. El alcohol acabó con él, la noche, la fatalidad se lo llevó para siempre.

El papá ama a su mujer pero no puede resistir el encanto de las demás. Le gusta la farra y el juego. Siempre regresa tarde y sin llave; para evitar molestias con su esposa acuerdan dejar la puerta sin seguro. Basta con empujar y ya. Ese día llega borracho, nada raro. Grita, pide que le abran. La mujer se extraña ¿por qué no empuja? Mira la hora: 3:05 de la mañana. Se levanta, se asoma a la ventana y lo ve: está arrodillado al frente de la casa, paralizado, gritando. Contra un árbol, al fondo, hay alguien, una sombra larga, muda y pálida, que parece una mujer: una sin rostro, con tacones rojos y vestido negro de encaje. Fuma. El hombre ve a su esposa y se recupera un poco, se arrastra hasta la puerta, intenta empujarla pero no le quedan fuerzas. La sombra estira sus brazos y lo jala hacia la niebla: desaparecen. El frío congela la casa, el miedo.

Hoy se cumple un año de esa pérdida.

La mujer está asomada a la misma ventana, mira por entre los árboles intentando que sus ojos lleguen al río. No hay luna. Una mueca desfigura su mentón, lo mueve de un lado a otro. El ruido de los huesos de su quijada interrumpe el ritmo lento que deshace la noche. Fastidia. La mujer trata de relajarse pero no puede. Se frota las manos, su cara va adoptando un vacío ajeno a toda expresión. El perro del eucalipto la ve y sale corriendo, chilla como si alguien le hubiera dado una patada.

El niño, desde antes que desapareciera su papá, era un muchacho tímido, apocado y miedoso, incapaz de dormir solo. Ahora que ya cumplió cinco años la mamá lo obliga. Él cierra los ojos y simula dormir, pero no puede; al final el cansancio lo vence. Siempre amanece con sueño pero no importa: aún no entra al colegio. Durante el día acompaña a su mamá mientras hace los oficios de la casa y le ayuda en su trabajo de costurera. Algunas tardes va al río por el mismo camino por el que le dijeron que su papá se fue, avanza por esos matorrales haciendo ruido con las monedas, las canicas, y la mancuernilla que carga en sus bolsillos. El sonido lo acompaña, le espanta el miedo. Un olor a tabaco negro permanece en ese camino.

La mujer trata de recordar cuándo fue la última vez que estuvo con su marido, pero no puede: fue en otro siglo, en otra vida. La ausencia ha renovado su virginidad y ahora es niña de nuevo. El desprecio y el abandono le desquician la piel. Su cuerpo le duele. Se masajea la nuca, respira hondo.

El niño se despierta, la llama. La mamá se acerca y en voz baja lo consuela con un canto: Arrurrú mi niño, arrurrú mi sol, arrurrú pedazo de mi corazón. Ella no lo nota pero su voz tiene un timbre extraño. El niño está muerto de frío a pesar de que sobre la pijama se ha puesto un buso con capucha. Un sonriente Winnie Pooh mira a la mamá desde el pecho de su hijo. A ella no le gusta ese regordete osito amarillo que come miel y vive dentro de un árbol. No le gusta porque leyó en internet que Winnie Pooh en realidad no es macho sino hembra, y que no le gusta la miel sino la leche condensada. Al niño le encanta ese buzo porque se lo compró su papá. Fue su último regalo, y no se lo quita nunca. La mamá sigue con su canción: Arrurrú mi niño, arrurrú mi sol. El niño se asusta y comienza a llorar. Llama a sus hermanas. Llora, grita, su pecho sube y baja. La mamá le acaricia la cabeza y continúa cantando: Arrurrú pedazo de mi corazón. Un sesgado rayo de luz entra por la ventana y alumbra el rostro de la mujer. Alerta roja: su rostro ahora es un bulto de carne, sin forma, en donde se presienten unos ojos desenfocados. Ella intenta seguir con su arrullo pero no le sale voz. Winnie Pooh ríe. El niño llora, pide auxilio. Winnie Pooh gruñe. El niño llama a su hermana mayor.

La mamá ahora es muy alta, volátil, y hace un esfuerzo sobrehumano por seguir aferrada al piso. Winnie Pooh ríe y gruñe al mismo tiempo. La mujer golpea al osito con ambos puños, fuerte, pero el gordito amarillo no se calla. La hermana mayor desde una mesa de noche salta sobre su mamá y le pega en la cabeza con una lámpara. La otra, la pequeña, le clava un zapato de tacón puntilla en una rodilla. El niño ya no llora. Winnie Pooh ya no gruñe. Cuatro tentáculos viscosos brotan de la espalda de la mujer y cogen del cuello a cada una de sus hijas, al niño, y a Winnie Pooh. Va hacia la ventana, hacia el bosque, y se pierde en la niebla.

Un silencio total invade la noche. El elefante de la casa vecina ha muerto.

 

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* Incluido en el Capítulo tres de la novela “Peces de nieve” (BPoetry, 2018), de Carlos Castillo Quintero.

 

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