Dos cuentos cortos : Tiresias / Un capricho

Martydom of Saint Sebastian / Alexandre M. Charpentier  / The Metropolitan Museum of Art

 

UN CAPRICHO

¿Por qué placer oscuro había bajado
a las calles de Seleucia?
Kavafis

1

Se quedó mirándolo dormir. No lo conocía pero su abandono le pareció familiar. Se sentó a su lado y dejó que sus ojos se fueran alargando hasta el horizonte. El cielo se puso pálido y de las montañas salió un sol enclenque que le cubrió el rostro. Volvió a mirar al muchacho dormido y sintió deseos de abrazarlo, de estar con él. Hacía mucho que andaba solo. A veces se acostaba con María, su esposa, pero eso no significaba nada. Su mano derecha buscó su miembro y se acarició, despacio, mientras amanecía. Otro amanecer atrapado por el frío de una ciudad que le era ajena. Amanece y mi piel no termina con su ronda nocturna, dijo, y su voz se perdió en el callejón.

Ya conocía la rutina: le hubiese bastado con despertarlo, ofrecerle dinero y llevarlo a un lugar discreto, pero no pudo hacerlo. Se sintió viejo y cansado. Su barba empapada de lluvia acentuó esa sensación. Por momentos quiso levantarse y regresar a su automóvil que había dejado estacionado a la entrada de la calle, pero su cuerpo no quiso moverse: el deseo exigía satisfacción. Se sintió atrapado por su piel, animal voraz que lo esclavizaba a su destino. Qué bueno sería dormir una noche completa, sin desear. Qué bueno que a su cuerpo viejo le bastara con lo que tenía en la casa, pero esa dicha le estaba negada. ¿Para qué intentar una salida?, bien caro le había costado reconocer su condición. Esto no puede durar mucho, dijo, y su voz fue una súplica.

2

La luz cubrió por completo el cuerpo del que dormía, y la belleza surgió de aquellas capas de mugre, con orgullo: un rostro cetrino bien definido, unos hombros ligeros, unas nalgas sugestivas y unos labios voluptuosos, que no podrían servir sino para besar y ser besados hasta arrancarles ese color rosa sensual. Todo él era una provocación. Demasiada belleza para una criatura abandonada en la calle.

Su mano, la que antes intentara procurarle placer, ahora fue en busca del rostro del muchacho. Lo rozó con el anverso de sus dedos y un impulso lascivo recorrió su cuerpo. Sintió que necesitaba a ese niño para poder seguir viviendo. Se entregó. Imaginó que lo amaba, que entrelazaba su cuerpo con el suyo y juntos bebían un arrebatador vino sensorial. Sintió el orgasmo entre sus piernas, ahogado por su pantalón.

Se levantó. El sol todavía estaba lejos de la cresta del cielo; la ciudad comenzaba a despertar. Fue hasta el coche y buscó una cobija con la que cubrió al niño que, ajeno a todo, seguía durmiendo. Lo miró y nuevamente sintió que ese rostro le era familiar; un repentino apremio le hizo arrodillarse con el deseo de besarlo, pero no pudo. Lo miró durante varios minutos para grabar aquellos rasgos. Puso entre los andrajos del durmiente unos billetes, y huyó por la calle desierta.

 


 

TIRESIAS

Si golpearos tiene la virtud de que quien lo hace se convierte
en su opuesto, os golpearé otra vez.
Ovidio, Metamorfosis

1

Se encuentra años después con un compañero de colegio, en una ciudad extraña, en un momento insólito, en un lugar inimaginable y se da cuenta, por su aspecto, que ha cambiado de sexo y ahora es una mujer bonita, y que la desea. Descubre que la deseaba desde antes, desde cuando era niño, desde cuando ambos eran niños. Se da cuenta que se ve bonito, que se ve bonita, que siempre pensó que era una mujer bonita. Sale con él ya hecho ella, y sin embargo sigue sintiendo que todavía son camaradas: hablan de fútbol, de marcas de autos —como antes— pero con la seguridad de que él se ha operado (las maravillas de la ciencia), que lo puede desear y su hombría queda a salvo, que seguirá siendo el varón de siempre, que puede excitarse con su forma de bailar, acercarse a sus caderas, refregar lo suyo en esas prominencias sin sentirse mal, por el contrario. Piensa, sin razón alguna, que su amigo cambió de sexo sólo para complacerlo, que quizá toma hormonas y usa dilatador para estar preparado de manera conveniente para su encuentro; imagina que se somete a una dieta de estrógenos para tener la piel más suave porque teme molestarlo. Piensa en todo eso y el orgullo hecho rubor aparece en su rostro.

Cuando por fin van a la cama (sabía que iba a suceder) le arrebata la blusa, el corpiño, y sus colinas saltan, se derraman sobre sus ojos más bellas de lo que suponía, espoleando su deseo. Le baja la falda, le quita las medias, los calzones… y se da cuenta de que le ha mentido: eso está ahí, en medio de sus piernas, grande, fuerte, venoso.

2

Enojado, lo golpea: Perro, perra ¡me engañaste! ¡me engañaste! El amigo se disgusta y responde a sus golpes. Verifica entonces, en carne propia, que es muy fuerte, que a pesar de su aspecto, de la cabellera cayendo sobre sus caderas, de sus labios carnosos, de sus senos, de sus pezones que brillan, a pesar de su cinturita sigue siendo el muchacho vigoroso de los tiempos del colegio. Resignado, soporta la golpiza, se somete, y como sin querer se da cuenta de que su amigo está excitado y al verlo excitado se excita también, se moja, y el otro sin ninguna consideración sube, lo penetra, fuerte, lo hace sangrar, gritar hasta el desmayo, lo golpea en la espalda, en las nalgas, en el rostro… Entregado a su faena no percibe su desvanecimiento, o no le importa, y a punta de procurarle placer lo mantiene despierto: le hace chupar un miembro enorme mientras busca el suyo y lo chupa, armonía perfecta como un pase-gol, como en el colegio, chupa, lo chupa, lo doblega con su cilindro encendido, desborda su garganta, lo esclaviza con su voraz manera de lamer, le hace sentir sus senos en el vientre, le hace sentir el deseo de ser en él ahora y para siempre.

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©Carlos Castillo Quintero

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