
Cuando pienso en la minificción vienen a mi mente los nombres de Jaime Siles y de Emil Ciorán. Siles, en el Festival Internacional de Poesía en Paralelo Cero 2022, celebrado en Ecuador, mientras leía sus poemas sobre los caballos locos y conversaba sobre literatura, me decía que admiraba mucho la calidad de los escritores de minificción colombianos. Viniendo de Siles, no debe asombrar una apreciación de este calibre; es un lector agudo como pocos. Me sentí orgulloso del comentario del inmenso crítico y poeta español, por dos razones; la primera, tiene que ver con la progresiva colombo-mexicanización del Ecuador, debido al efecto nefasto de la alianza entre corrupción, política y narcotráfico. Uno carga sin querer con una parte del estigma que se cierne sobre los que nacemos en este reino. Por eso las palabras de Siles fueron bálsamo. La segunda razón, fue comprobar una vez más, que en Boyacá hay escritores importantes de un género literario tan difícil, complejo y hechizante como el microrrelato, quienes, con su obra depurada, se abren paso en un campo cerrado, mezquino y displicente con lo que se crea en la periferia. Uno de ellos es Carlos Castillo Quintero, quien hoy por hoy, es quizás, el escritor vivo más importante que ha dado esta región de Colombia desde R.H. Moreno Durán.
Quienes seguimos las redes sociales de Carlos Castillo Quintero, hemos leído en algunos de sus textos que comparte, esa carga pulsional tan elevada que logra a través de su escritura, contagiando una alta dosis de asombro, de rigor, de poder, de ironía y peligrosidad; elementos cada vez más ajenos a eso que los contemporáneos llaman literatura, y que, en la obra de escritores como él, se alejan de lo frívolo, de la moda, del marketing superficial que confunde tema con literatura.
La obra de Castillo Quintero demuestra que proviene de esos sótanos del herrero que lucha contra monstruos disputando la palabra que sangra, esa que haría sonreír con satisfacción a Zaratustra; porque hay que decirlo con terror: la literatura está a merced de procesos de aniquilación; con la teoría del todo vale consiguieron hacerla el terreno de la mutación, diluyendo su calidad hasta niveles caricaturescos. Se impone la generación de la pereza y la muerte del lector duro, mientras se alaba la llegada de la Inteligencia Artificial (IA). Pareciera que la consigna es volver la literatura el territorio del tedio. Sin embargo, quizás lo más impactante de todo esto, es que la literatura se resguarda: lo clásico reverdece y se vuelve oasis para lectores y escritores rigurosos. Lo clásico vendrá a ser, en un primer nivel, aquello que se escribió antes del pleno arribo de la IA, y, en un segundo nivel, la obra de quien batalle como quien forja el corazón de un Stradivarius, en un altillo que no requiere la presencia espectral de ese genio maligno; habrá escritores que se nieguen a seguir esta nueva religión, procurando el retorno a lo esencial: la escritura hacedora de catedrales en medio del desierto del horror.
El lector, a estas alturas, y con toda razón, estará preguntando por Ciorán; la cuestión es que primero se debe atravesar el harem de libros y las cien pruebas que yacen al fondo de los microrrelatos que ha escrito Carlos Castillo Quintero. La bienvenida la da Marco Deveni con un contundente gancho al hígado; el lector desprevenido, hasta podría recordar la famosa anécdota sobre el poquito y el muchito entre Gonzalo Rojas y Pablo Neruda. Neruda le dice a Rojas que ha escrito poquito y Rojas le contesta que en cambio él ha escrito muchito. Enseguida Avilés, con un cigarro en la mano, leyendo este libro que no alcanzó a ver publicado, y quien supo avizorar el asombro que produciría la extraña belleza que recorre sus páginas.
La historia de Abdul Kassem Ismael relaciona la complejidad y la belleza de los asombrosos infinitos que contienen las matemáticas. Sospechar la relación abismal que existe entre la mujer y el libro, imaginar la caravana de libros y camellos recorriendo el desierto que no deja de crecer y que se parece a nuestro espíritu, tranquiliza y permite, en apariencia, que rocemos la serenidad, porque tarde o temprano se habrá de asumir el destino de ser reos del tiempo, de ser parte de los días de marzo y sus caídas, de ser quien habita el harem que ha fundado el autor con una minuciosidad que inmoviliza, para que estemos a merced de los rostros de cien mujeres, de cien ángeles, de cien anomalías que reflejan nuestros abismos hasta hacernos sentir incómodos con nuestra humanidad. Castillo Quintero consigue que su creación sea un contundente golpe ontológico hasta el punto en el que los vasos comunicantes de la deformidad fluyen a través de la carga emocional, exponiéndonos, vulnerándonos. El sujeto no es más que una pompa de jabón atravesada por una carga ética que explota, en el instante en el que se niega al Ser como posibilidad de resistir, el enjambre de canibalismo que se supone es un rasgo primordial en estos tiempos.
Luego de leer este libro se resignifica el valor de la escritura. Ironía, humor ácido, audacia, lectura a tres bandas, hasta lograr ver el envés de las cosas, hasta conseguir levantar escenarios en los que se reproducen las ficciones para que el lector se encuentre con él mismo. El libro de Castillo Quintero, interroga a través del enigma sobre el futuro de la especie; obtura otras formas de reconocer lo sacro y lo profano; pareciera que escarba hasta dar con la conjunción de palabras precisas capaces de provocar al lector, de señalarle su pobreza moral en medio del marasmo de tiempos cada vez más ajenos al humanismo; la literatura, se lee entre líneas, es bradburyana, es la aguja en el pajar, es la ruta oscura que traza el sentido de los laberintos. Ya al final del recorrido, recordamos a Ciorán, cuando decía que solo hay que decir cosas que puedan susurrarse al oído de un borracho o de un moribundo. Estimado público presente, la obra de Carlos Castillo Quintero lo comprueba.
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