La Divina Comedia, Infierno, Canto 3. Caronte en el río Aqueronte. Gustav Doré 

“Onetti es igual a Sófocles; leer Los adioses es como leer Edipo rey: no les sobra ni les falta nada”, dice Carlos Castillo Quintero en un atardecer, sobre esa línea divisoria entre beber el último café y pedir la primera cerveza. Estamos en Caramelo, un bar que ya no existe en una Tunja que se evaporó, mientras llegan las primeras parejas de universitarios a iniciar la juerga, a seguir discutiendo sobre cómo van a organizar la revolución. Es 1999 y él ha venido al bar a pulir un relato, a leer los poemas de Fernando Charry Lara, algún texto breve de Jorge Luis Borges, o a escuchar las preguntas de un puñado de muchachos que quieren ser poetas y que desobedecerán sus consejos sólo porque él mismo, hace unos días, les propuso un desafío relacionado con quién hará más carambolas sobre la mesa de billar, es decir sobre una hoja de papel manuscrita. 

“En la fotografía del libro me parezco a mi hermano. Mejor dicho: no soy yo el que aparece ahí, sino mi hermano”, agrega mientras fuma y bebe, despacio, su cerveza. Es 2007, todavía 1999, o incluso ese lejano 1994 de la fotografía en donde el hermano se antepone al escritor en el libro 9 Escritores boyacenses. Estamos en un bar recién inaugurado, El Jarro, en Duitama, y discutimos verso por verso, casi adjetivo por adjetivo, los textos que conformarán Sin el azul del día. Uno de los poemas menciona a los ocobos, a la madre y a Miraflores, el pueblo en donde nació Carlos y del cual, a mediados de los años ochenta, salió con el propósito de iniciar su trashumancia. O su desarraigo. Nunca se sabe.  

“Piense en un personaje que tenga una multitud dentro de la cabeza”, dice, mientras subimos la empinada calle Consistorial, desde la plaza de mercado hasta el parque principal de Miraflores. Vamos rumbo al Marie Rogêt, bar en donde, bajo unos parasoles, se sienta el viejo Míster Klevens de Monina, su cuento, y también el narrador de Verano feliz sin sospechar que acaba de dialogar con su padre por última vez. El padre del narrador, de hecho, desciende hasta el mercado y el matadero en ese relato. Nosotros estamos realizando el mismo recorrido aunque a la inversa. Lo del personaje que es legión será el punto de partida de la novela Gente rara en el balcón. Es 1985. Nos aproximamos al Marie Rogêt. Carlos no sabe aún que va a fundar una revista de poesía, Rapsoda, ni que se convertirá en novelista y poeta. Desde luego, tampoco imagina sus primeros días en la Tunja a la que llegó siendo muy joven, en el interior de la sombría Terminal de transportes en donde trabajó para sobrevivir. 

Ahora es de madrugada, como sucede con frecuencia en sus libros, y no hay rumba sino terror en el centro de Bogotá. Habla de los cuentos escritos por Capote, Miriam, Un recuerdo navideño, de Soldados de Salamina o de una película dirigida por Herzog que surgirá después en Alicia Cocaine. El viento frío, la ausencia de taxis o el miedo lo llevan a saltar en la conversación de alguna melodía salsera a una pintura vista hace quince días y que aún resplandece en su mirada. ¿Es 2012 o 2014? El éxodo venezolano, apenas incipiente, aliña el fragor del diálogo. Hablamos de quienes viven viajando, peregrinos, errantes, de un país a otro, de una noche a otra. Penas con alma. Y del sabor de la palabra “calada”, un regusto mental y verbal que se podrá constatar en Hormigas de cristal, novela en donde todos somos extranjeros y nuestro viaje no conoce asiento. Porque no hay cómo pagarle al barquero. 

De noche, en medio de un año indeterminado, ante la lectura de Hormigas de cristal, ya sin Miraflores, Bogotá, y ni siquiera Tunja, se impone el recuerdo de alguna conversación fugaz con Carlos sobre cierta sentencia proferida por Rubén Blades, el requisito de calle para lo que se escribe. O la versión del exilio interior de la cual habló, no sin gracia, Guillermo Cabrera Infante y que denominó inxilio. 

Es esta una lectura necesaria justo ahora cuando la literatura no es sino un pueril parque temático, y tenemos que buscar el coraje de Silvio, el personaje de Ribeyro, que tocaba con maestría para nadie. Tal y como lo ha hecho Carlos Castillo Quintero desde la primera página que escribió en su vida.

Darío Rodríguez 
Duitama, X-MMXXIII


Hormigas de cristal (novela)
Carlos Castillo Quintero
BPoetry Editores
2023