Pablo Montoya Campuzano - © Random House


Prólogo

Conocí a Carlos Castillo Quintero en 1986. No recuerdo bien si fue durante el día, en un pasillo de la UPTC donde él hacía estudios de Economía; o en alguna taberna, en la fría noche tunjana. Éramos entonces muy jóvenes y nos empujaba un mismo interés: la literatura. De entrada, Carlos me suscitó una sensación paradójica: era talentoso y altivo. Recuerdo que siempre se presentaba, teniendo diecinueve o veinte años, como escritor, y yo sonreía un poco incómodo ante su prematuro arrojo. Después lo supe con claridad: la supuesta jactancia no era más que una de las formas de su convicción literaria que, hasta el día de hoy, ha permanecido inalterable.

Poco después decidimos, en medio de una precariedad proverbial, fundar una revista que llamamos “Rapsoda”. Allí, en sus cuatro números, publicamos nuestros primeros cuentos, ensayos y poemas. Por ello, solemos decir, él y yo, que nuestra carrera literaria inició en Tunja y con esa revista. Por supuesto, ella y los cuentos que allí publicó Carlos Castillo me han rondado la cabeza durante mi lectura de los doce cuentos de Dalila Dreaming.

La madurez y el oficio narrativo que despliegan estos cuentos, nueve de ellos premiados en concursos nacionales, tienen su raíz en lo que muy pronto Carlos Castillo consideró su mundo. Un relieve atravesado por el desamor y el fracaso. Unas coyunturas urbanas, marginales y escépticas. Y, a su vez, un ámbito formal que se construye desde una escritura de frases cortas y poéticas. De hecho, estos cuentos, casi todos breves y contundentes, no vacilan en darle espacio a descripciones de gran densidad poética.






Leer los cuentos de Dalila Dreaming es entrar a un universo nocturno donde se oye la voz de sus adoloridos personajes. Hay una ciudad que los cobija o los despoja que casi siempre es Bogotá. Hay también una ansiosa búsqueda de un amor fundado en un placer de extravío. Las referencias a una cierta cultura pop, nombrada especialmente desde el rock, le dan a estos textos una atmósfera delirante y psicodélica. Por momentos, sobre todo al inicio del libro, se presentan ciertas tonalidades que remiten al Cepeda Samudio de Todos estábamos a la espera. Luego, esos ecos desaparecen y se oyen, en los cuentos que siguen, los de Chaparro Madiedo y Roberto Bolaño.

A terminar estos cuentos, y tratando de hacer un ejercicio de memoria, concluyo que, en realidad, conocí a Carlos Castillo Quintero una noche. Y que hablamos sobre lo que era escribir un cuento y sobre los autores que íbamos descubriendo y amando, en muchas de esas noches de Tunja que compartimos. Fríos y desolados seres que calentábamos con el fuego de nuestra pasión por la escritura. Y sigo pensando, creo que ya lo hacía desde entonces, que la materia esencial de Carlos Castillo solo pertenece al dominio de la oscuridad y el desgarramiento. 

Pablo Montoya,

Envigado, octubre de 2015
    
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