"Zombis" | Generada por IA
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De los no-muertos existen múltiples referencias. En la Epopeya de Gilgamesh (2500-2000 a.C.), la obra épica más antigua que se conoce, la diosa Ishtar, furiosa, ya que se ha insinuado sexualmente al rey Gilgamesh y ha sido rechazada, dice:
«Derribaré las puertas del Inframundo, destrozaré los postigos de las puertas y dejaré que los muertos roídos suban y se coman a los vivos. ¡Y los muertos superarán en número a los vivos!»
Este poema sumerio comparte elementos con la mitología nórdica en donde habita el draug, criatura que se conoce también como aptrgangr (literalmente “el que camina de nuevo”, o “el que camina después de la muerte”). Los vikingos, navegantes de todos los mares, no sólo tienen draug-terrestres sino también draug-del mar, fantasmas que emergen del inframundo y ocupan los cuerpos de guerreros caídos en batalla y cuidan de sus bienes. En el budismo japonés, están los jikininki (espectros comedores de hombres) espíritus de humanos avariciosos, egoístas o impíos, entes malditos que deambulan en la noche condenados a alimentarse de despojos humanos.
En Las mil y una noches se hace referencia a los ghouls, demonios necrófagos que según el folclor árabe, viven en los cementerios, profanan las tumbas y se alimentan de cadáveres. De estos seres existe también una variante femenina conocida como ghouleh, traducida a veces como algola, que secuestra y devora niños pequeños. En alguna de esas noches de Scheherezada, en “La historia de Gherib y su hermano Agib”, Gherib, príncipe exiliado, combate contra toda una familia de hambrientos ghouls, a quienes vence y esclaviza. Además los convierte al Islam.
El culto vudú de África Occidental es una de las religiones más antiguas del mundo. Los esclavos llegados a América durante la Colonia desembarcaron con sus doctrinas sibilinas y generaron una nueva vertiente de dicha religión, evolución sincrética entre las creencias teístas-animistas africanas, las creencias católicas de los esclavistas, y algunas reminiscencias locales de los primeros pobladores del Caribe. En el culto vudú los zombis son muy importantes. Estos muertos redivivos son entes malignos que están al servicio de un houngan, bokor o hechicero, quien al resucitarlos los somete a su voluntad. Los zombis son cadáveres pútridos que abandonan sus tumbas para para ser esclavos. Así llegan al cine.
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La noche de los muertos vivientes (1968), obra seminal de George A. Romero, definió el género zombi contemporáneo. El cine, la literatura, las series de televisión, los comics, los videojuegos, las propuestas de video-arte, etc., han convertido a los zombis en íconos de la cultura pop. El video musical de Thriller (1983), dirigido por John Landis, en donde Michael Jackson lidera una coreografía bailada por zombis, es un buen ejemplo.
The Walking Dead, la serie de este género con mayor audiencia, se estrenó el 31 de octubre de 2010, y ya anunció su séptima temporada la cual comenzará a emitirse en el mes de octubre de 2016. Está basada en el cómic homónimo creado por Robert Kirkman, Tony Moore y Charlie Adlard; y su adaptación para televisión estuvo a cargo de Frank Darabont. En el mundo apocalíptico que se recrea en The Walking Dead, al parecer, lo único que importa es sobrevivir, correr, evitar a toda costa los dientes emponzoñados de los zombis, su mordida. Sin embargo, si se mira bien, la serie plantea otros asuntos: crisis existenciales y filosóficas sobre los valores que sostienen al ser humano y a la sociedad, interrogantes sobre qué determina estar vivo o muerto, planteamientos éticos de cara a la supervivencia, dudas sobre los límites y derechos individuales, irresoluciones sobre cuál es la frontera entre el bien y el mal y qué o quién la determina, entre otras cuestiones. Todo lo anterior permite que The Walking Dead lleve al espectador activo a repensar su propia existencia. ¿Estás seguro de que no eres un no-muerto?
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En el prólogo de Filosofía zombi, libro de Jorge Fernández que fue finalista del Premio Anagrama de Ensayo 2011, el autor, a manera de advertencia, dice:
«...es posible que el lector acabe por toparse con un espejo al final del laberinto, y que la imagen de estos hambrientos caminantes le devuelva no otra cosa que su reflejo deformado, todo aquello que creía suyo visto ahora en estado de descomposición por efecto de esa otra plaga, mucho más velada que todos los cadáveres del mundo alzándose de la tierra, pero igual de virulenta, que supone el desarrollo de un nuevo capitalismo afectivo y mediático al que asistimos expectantes».
Así, Filosofía zombi enfrenta al lector con el zombi como idea, como concepto mediante el cual es posible aproximarse analíticamente a una sociedad tecnificada y posmoderna, en donde la horda de muertos vivientes está encarnada en los cibernautas, descerebrados que para mantenerse vivos requieren de lo que les proporciona la red. Estas páginas, reunidas en siete capítulos, permiten entrever el colapso total de la civilización, fundamentado en una sola premisa: el miedo. El primer capítulo del libro inicia citando a H. P. Lovecraft, maestro del horror:
«El miedo es una de las emociones más antiguas y poderosas de la humanidad, y el miedo más antiguo y poderoso es el temor a lo desconocido».
El zombi representa lo desconocido, dice Jorge Fernández, a propósito de La noche de los muertos vivientes: aquí “el zombi no tiene ni razón de ser, ni discurso, ni tan siquiera recibe el privilegio de la denominación”.
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Lo saben los fanáticos del género: lo peor de un zombi es su mordida, ya que convierte al afectado en un no-muerto, hambriento, igualito al que lo mordió. Si se toma al zombi como concepto es fácil trasladarlo a la vida cotidiana. El sector público, por ejemplo, está lleno de mordelones. La corrupción y el miedo campean por sus oficinas. Hordas de hambrientos corruptos van de mordida en mordida sin que les importe hacia dónde se dirigen y mucho menos hacia qué abismo precipitan a la sociedad. No es The Walking Dead, no está sucediendo en la televisión. Basta con abrir la ventana y mirar hacia la calle en donde hierve ese mundo apocalíptico. Basta con mirarse en ese espejo al final del laberinto.
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