El vacío de los cuartos

Ernesto Sabato por Aldo Sessa

 

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Albert Camus dijo de él: «Admiro su seca intensidad». Publicó tres novelas, fue un lúcido ensayista, un pintor tardío formado en los crisoles del surrealismo, un joven estudioso doctorado en Física y Matemáticas que aborreció la ciencia, un atento testigo y crítico del Siglo XX, y un referente ético para varias generaciones de latinoamericanos: Ernesto Sabato.

En una entrevista concedida al programa Hora Clave, conducido por Mariano Grondona, una estudiante le preguntó por la permanente presencia de Matilde, su esposa, no sólo en su obra sino también en sus conferencias. Sabato, que para entonces ya había cumplido ochenta y dos años, le respondió: «Sin el amor nada vale. Ni vale la literatura sin amor. Ni la convivencia sin amor. Ni vale la muerte sin amor. El amor por los hombres, por las cosas, por los animales. Gracias al amor uno puede alcanzar la idea de eternidad». Para Sabato el amor era Matilde Kusminsky-Richter: sin Matilde, nunca hubiera podido ser quien soy, afirmó en varias ocasiones. Ella fue su esposa, su compañera, la madre de sus dos hijos, la que rescató del fuego, entre otros, el manuscrito de «Sobre héroes y tumbas».

La conoció en 1933 cuando Matilde tenía quince años y estudiaba en el liceo, en La Plata. Ernesto Sabato dio una conferencia y ella se enamoró. Era un «ser tan personal, de una inteligencia que me encandilaba y que al mismo tiempo me conmovía por su apasionada sensibilidad y las ansias de remediar males ancestrales», dijo ella años después. Matilde abandonó la casa de sus padres y se fue a vivir con él. En 1936, con autorización de un juez de menores, se casaron por lo civil. En 1990 se volvieron a casar, esta vez por lo católico. 

Matilde murió el 30 de septiembre de 1998. Vivieron juntos cerca de sesenta y cinco años. Sabato le puso entre las manos un ramo de flores, de las mismas que ella cultivaba en los jardines de Santos Lugares, y se entregó a la soledad, a los meandros de su avanzada ceguera. Ese mismo año publicó «Antes del fin», sus memorias.

Ernesto Sabato moriría trece años después, en su hogar en Santos Lugares, durante la madrugada del 30 de abril de 2011, cincuenta y cinco días antes de cumplir cien años.

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Matilde Kusminsky-Richter también fue poeta y cuentista. Hacia el final de su vida, por insistencia de sus amigos, publicó un libro. Allí se puede leer este poema, dedicado a Sabato:

Llegará el día y habrá que aceptarlo.
Y aunque el corazón se acurruque en el pecho,
como un pájaro enfermo,
habrá que aceptarlo.
Sólo falta saber quién de los dos
quedará sin oír la respiración del otro,
huérfano del lenguaje cifrado
de la otra mirada.
Quién de los dos
quedará en el vacío de las sombras,
sin el latente custodio de su cuerpo.
Quién sufrirá la alejada presencia
llenando el vacío de los cuartos.

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La relación entre Ernesto Sabato y su esposa tuvo altibajos y malos momentos de los cuales no vamos a hablar aquí, y de los que él dejó honesto testimonio. De lo que se trata es del amor que todo lo mueve, y de sus manifestaciones.

El primer libro que publicó Sabato fue un opúsculo de difícil clasificación titulado «Uno y el Universo». Dice su dedicatoria: A Matilde Kusminsky-Richter

En esa “deslumbrante ignominia de la imaginación” (palabras con las cuales el poeta colombiano Gonzalo Márquez Cristo alude a las obras de Sabato) que es «Sobre héroes y tumbas», puede leerse: Dedico esta novela a la mujer que tenazmente me alentó en los momentos de descreimiento, que son los más. Sin ella, nunca habría tenido fuerzas para llevarla a cabo. Y aunque habría merecido algo mejor, aun así con todas sus imperfecciones, a ella le pertenece.

Ese es el amor. El de los poetas, el de los escritores. El de los ciegos…

Termino con uno de los epígrafes de «Abaddón el exterminador», fragmento de «Un héroe de nuestro tiempo» de Mijaíl Lérmontov, que bien podría atribuirse al mismo Sabato:

Es posible que mañana muera, y en la tierra no quedará nadie que me haya
comprendido por completo. Unos me considerarán peor y otros mejor de lo que soy. 
Algunos dirán que era una buena persona; otros, que era un canalla. Pero las dos
opiniones serán igualmente equivocadas.

* * *

De: Réquiem por Johann Gutenberg
y otros artículos de prensa
Carlos Castillo Quintero

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