BARBIES | Gente rara en el balcón

 

Imagen | Pixabay

 

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The past has always had a great charisma for me
(El pasado siempre ha tenido un gran carisma para mí)
Midnight in Paris, 2011


En el barrio La Macarena, en una alacena a la entrada de un parqueadero, había visto muñecas parecidas: sentadas una después de otra, sin brazos, sin piernas, tuertas y semidesnudas. Eran unas veinte. Le pregunté al encargado del sitio por esas muñecas.

—Son de María Teresa —me contestó, como si yo supiera quién era María Teresa. Se quedó aguardando la próxima pregunta, pero yo no dije nada más. Me miró con desdén.

Liz no las colecciona, como pensé al principio. Las recoge de la basura y se las lleva para su casa, para salvarlas de la intemperie y para que vivan con ella.

—Cada una de estas muñecas está llena de los sueños de una niña, así esa niña ya no se acuerde —me dijo—: No colecciono muñecas, sino sueños.

Las muñecas están en un rincón del cuarto, organizadas en grupos de tres, cinco o más, sentadas, como si estuvieran conversando. Me atraen unas que en torno a una mesa diminuta parecen hacer visita. Liz dice:

—Ese es el grupo de las barbie. La barbie médico, a pesar de que le falta el brazo derecho y está tuerta, es original. Igual la barbie tenista que está completa, pero perdió su uniforme. Las demás son imitaciones. Pero aquí, en mi casa, todas son iguales y por eso comparten la misma mesa.

Me cuenta que hace mucho tiempo, cuando ella apenas tenía seis o siete años, le pidió a su papá una barbie como regalo de navidad. Él cumplió su deseo.

La muñeca, delgada, con el cabello rubio recogido en una cola de caballo, vestía una bata de dril color verde con unos zapaticos blancos que a cada rato se le caían.

—¿Y esta cuál barbie es?

—Esa es la barbie viajera —contestó su papá.
Por esos días vivían en un caserío que estaba colgado de una montaña.

Las calles, para que la gente no se desbarrancara, estaban llenas de escaleras. No había carros, ni bicicletas ya que todo lo que tuviera ruedas tendía hacia el abismo. Abajo, se veían las nubes, y de vez en cuando pasaba un pájaro gigante planeando sobre las corrientes cálidas de aire.

Liz, al día siguiente de la navidad, fue a jugar con sus amigas: la hija del inspector de policía, una niña que ya había cumplido diez años y vivía media cuadra arriba de la casa de Liz, y la hija del dueño del supermercado.

—Mi barbie es actriz y está reunida con su amiga enfermera. La tuya es la empleada y les sirve limonada.

Liz protestó. La hija del inspector le explicó que las muñecas de ellas eran originales, con vestidos y accesorios de lujo, traídas directamente de Medellín, mientras que la de ella era una imitación barata que vendían en los puestos de juguetes de la plaza de mercado. La mía es una Barbie Golden Dreams, ¿se fija?

Ahí terminó el juego para Liz. Lloró durante toda la noche y no quiso ver más a su muñeca: la lanzó sobre el lomo de algodón de las nubes.

—¿Te conté que mi papá nunca me quiso?

Cuando habla de su papá se le quiebra la voz y se pone un poco pálida. Le pregunto por la foto de la escultura de Ron Mueck.

—Alguien la dejó en el bar, para respaldar una cuenta, y nunca regresó. Habría jurado que me iba a contar una historia relacionada con la muerte de su papá. Quizá esa no sea la verdad, pienso. Yo nunca digo mentiras, dice ella.

Tardo unos segundos en darme cuenta de que otra vez me ha leído la cabeza. Es una bruja, alcanzo a pensar, pero desisto por temor a que me lea.

Miro la hora en mi celular: 2:20 p.m. Liz, vestida sólo con mi camisa, está pegada a mi costado derecho. Estoy completamente desnudo, atrapado por superfume. Pienso que debería contarle algo de mí, decirle cómo me llamo, qué hago. ¿Qué importa eso? Mejor debería decirle que desde hace unas semanas estoy muy enfermo. Pero no, a nadie le gusta meterse con gente que escupe sangre. Debo ir al médico, subrayo la frase y la dejó allá, en la pizarra más iluminada de mi cabeza.

No digo nada, pero dentro de mí un recuerdo de infancia se agita:

Bajo por el camino real que lleva de la Escuela Anexa al pueblo. Es una serpiente de piedra que desde hace varios siglos habita por allí. Para mí ese camino es parte de mi casa. Si uno baja, a ritmo normal, se demora unos diez minutos pero yo gasto más de media hora: recojo moras pequeñas y amargas, con una rama de sauce persigo a los matacaballos y, a veces, me quedó un buen rato escuchando el canto de las chicharras. Cuando tengo plata paso por el estanco de La Manca y compro una arepa de queso y una gaseosa. Finalmente llego al pueblo. No soy del pueblo, pero tampoco soy campesino y me siento bien así.

Camino hacia el parque principal, a ver si de pronto me cruzo con mi papá. En el parque hay una fila de niños que comienza en el matadero, sube por la consistorial y llega hasta la puerta de la alcaldía. Me acerco. Veo a Germán, a Jefer y a otros de mi curso. Haga fila, están regalando juguetes para celebrar el aguinaldo del niño pobre, me dice Pequeño Alf, uno de mis mejores amigos, y me deja colar. La puerta de la alcaldía es grande, casi igual a la de la iglesia. En esa misma casona funciona la cárcel municipal y el concejo. La primera dama y las esposas de los concejales son las que reparten los juguetes. Ya han empezado a salir los niños que estaban primero, felices, cada uno con un paquete envuelto en papel de regalo. Yo también estoy feliz. La fila avanza con lentitud: aprietan, empujan, gritan, pero qué importa, todo es parte de la fiesta. De pronto siento que alguien me toma de un brazo, me jala, y me saca de la fila. Es Esteban, mi hermano.

—¿Y usted qué hace ahí?

Me regaña. Me arrastra unas dos cuadras hasta que considera que me ha quedado claro que no debo mezclarme con los del aguinaldo del niño pobre. No digo nada. Me dice que me vaya para la casa y me voy. Llego hasta donde comienza el camino real, en la orilla del pueblo. Miro y Esteban no está. Regreso a toda carrera. Mis amigos me han guardado el puesto.

Destapo el regalo: es una volqueta pequeña, con el platón color anaranjado, la trompa verde, el tanque de la gasolina amarillo y toda la parte inferior negra. Tiene una palanca que levanta el platón como si fuera una volqueta de verdad. Las llantas tienen grabada una marca en altorrelieve. Regreso a la casa con mi volqueta escondida debajo de la camiseta. Ese día transporté arena hasta bien entrada la noche. Y así durante las semanas que siguieron, los meses, los años…

Ese fue mi único juguete. Después tuve un Llanero Solitario y un Toro de plástico, que me sirvieron de pasajeros de la volqueta.

—¿Quieres arroz chino?

Su voz me trae. Pedimos el domicilio. Mientras llega, Liz sigue contándome de los viajes que hizo con su papá. Éramos como gitanos…, dice, y entrelaza sus piernas con las mías. Interrumpe su relato y me besa. Pienso que nunca antes había sido tan feliz. Siento frío pero no me importa. Me gusta verme desnudo con ella.

Mientras tanto, en el rincón, la barbie médico ha sacado a las advenedizas de la pequeña mesa, ayudada por Isadora, Mikaela y Offenbach que, entre gruñidos, se disputan la cabeza rubia de una maltrecha barbie viajera.

 

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De:"Gente rara en el balcón"
Premio de Novela, CEAB 2015
Capítulo seis: "Un juguete sin su niño"
CARLOS CASTILLO QUINTERO

 

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