17
La primera era de caucho, inflable, barata, pero me hizo feliz. Después, con pequeños recortes al préstamo del Icetex, con lo que gano en intereses y con lo que cobro por hacer trabajos, ensayos, y tesis de grado, reuní el dinero para encargar a Rubiela. En el formulario preguntaban qué nombre quería que le pusieran y yo dije Rubiela. Así se llama mi mamá, pero fue el primero que se me ocurrió. También pedí que le pusieran ojos azules como los de ella y cabello rubio. Senos copa 34B. Uno sesenta de estatura. Boca succionadora, vagina y ano estándar.
Rubiela es de silicona. Nació en San Marcos, USA, a dos horas de Los Ángeles, y desde hace ocho meses es mi mujer. Suena un poco raro, pero no. A mí no me resulta nada fácil ligar. Soy negado para la conquista, a pesar de mis esfuerzos: ropa limpia, cabello en orden, loción, dinero en el bolsillo… Nada. No consigo traer a nadie a la pieza. Hablo de gente bien. Mi mamá nunca me perdonaría si metiera a una furcia en mi cama. Rubiela ha sido una gran solución. No la mejor, pero sé de gente que la pasa peor.
Una vez vi en un accidente automovilístico a un hombre con las piernas aplastadas. Intentaba hacer una llamada por celular. Lloraba. Su cuerpo, atrapado en la parte delantera de un Mazda, prácticamente estaba cortado por la mitad. Pero él insistía. Entró la llamada, se escuchó música al otro lado de la línea: Aló, aló, amor, estás ahí… pero nadie le contestó. Antes de que reabrieran el paso vehicular, ya se habían llevado su cadáver en una ambulancia. El celular quedó botado a un lado de la carretera. Era diciembre. Por eso a veces es mejor no tener a quién llamar. Yo ni siquiera uso celular. Es muy caro, prefiero ahorrar para otra Rubiela. Creo que lo que sonaba en ese celular era La lambada.
Al fin traje a alguien a la pieza: Sandra, una compañera de la universidad. Entramos. En el tocadiscos pongo Strangers in the night, de Frank Sinatra, y bailamos. Seguimos bailando, porque ya lo habíamos hecho en el bar. Strangers in the night es el único acetato que tengo, así que lo escuchamos todo el tiempo. Saco una botella de Casillero del Diablo que tenía lista para un momento como éste y bebemos. Sandra me besa, apasionada. Ella es un poco loca, se ha metido con varios del semestre pero eso a mí no me importa. Al final de cuentas es gente bien. Sandra empieza a desvestirse, pero no se lo permito. No puedo. A pesar de que Rubiela está guardada en el armario, sé que nos ha escuchado llegar.
Antes de Rubiela todo hubiera sido diferente. Es cierto. Yo quería encontrar una mujer para hacer las cosas que ahora hago con ella, pero ya no. Ya no es necesario. En realidad a Sandra yo no le dije que viniera, ella vino sola y yo pensé que era buena idea que con Rubiela hiciéramos vida social. Y otras cosas. Con ella, con Rubiela, ya habíamos hablado de eso. Además, sé que está esperando que le sirva un vino. Sandra, sorprendida, se abotona la blusa y se arregla el cabello. La beso. Le digo que espere un poco, que la noche es joven todavía. Sonríe. Toma la botella y sirve vino para los dos. Yo voy por otra copa y con un gesto le pido que sirva. Mira a su alrededor, curiosa. Antes, en el bar, me había dicho al oído:
—Hoy no es viernes de siluetas.
Con Sandra estamos sentados en un pequeño sofá, al lado de la cama. Me levanto, voy al armario y saco a Rubiela: viste ropa interior roja, prendas que he encargado especialmente para ella a los almacenes de Victoria’s Secret en Columbus, Ohio. Como el sofá no es suficiente para los tres, Rubiela se sienta en la cama. Dejo su copa de vino sobre la mesita de noche.
Sandra está confundida. No entiende muy bien qué está pasando. Intento besarla pero me rechaza. Ríe, nerviosa. Toca a Rubiela. Ella se deja. La curiosidad de Sandra se va convirtiendo en caricia. A pesar de que no hablan el mismo idioma, se están entendiendo bien. Yo me acerco. Abrazo a Sandra por detrás. La beso en el cuello. Le desabotono el bluyín, pero cuando voy a quitárselo se levanta. Va hacia la puerta. Intenta irse pero he puesto doble seguro. Grita. Frank Sinatra ahoga su grito. Voy por ella. Ya en la cama me mira: está un poco borracha. Se entrega. Rubiela se anima y los tres la pasamos bien durante un buen rato. Les sirvo más vino, pero Sandra no toma.
—Déjeme ir —dice.
Con Rubiela la acompañamos al taxi. Antes de salir le hemos hecho jurar que regresará el próximo viernes, y el siguiente. Rubiela, incluso, prometió regalarle la peluca rubia y la lencería que usó hoy. Sandra a todo ha dicho que sí. Siento que la amo. Que las amo a las dos. Si para llevar a Sandra a mi pieza hubiera tenido que rellenar un formulario, hubiese escrito: boca succionadora, vagina y ano estándar.
Soy feliz. Solamente extraño que Rubiela no sepa preparar la sopa de letras con zanahorias, apio y tomate que hacía mi mamá, mi plato preferido.
Álbum de recortes. Agencia Eme. Tokio, 2009. Ayano Tsukimi da vida a Nagoro, un pueblo olvidado de Japón habitándolo con muñecos. Este pequeño pueblo, en el valle de Iya, situado en la isla de Shikoku se ha ido poblando de seres rellenos de paja. Nagoro no aparece en los mapas y apenas tiene 50 habitantes de carne y hueso. Un día Tsukimi decidió hacer un muñeco por cada persona que se iba o que fallecía. En la actualidad hay más de 150 repartidos por todo el pueblo, sustituyendo a los antiguos habitantes: la escuela está llena de estudiantes y profesores que lucen sus cabelleras de lana, hay ancianos sentados a la puerta de sus casas, agricultores al lado de sus herramientas. Cada muñeco encuentra el lugar y la actividad que le place. Se sabe porque las costuras de su boca curvan sus labios en una mueca feliz. Estos habitantes cuidan los caminos, siembran los campos, acuden a fiestas y ceremonias, mantienen el pueblo con vida y, mientras tanto, esperan. Hay quien dice que Ayano Tsukimi no es de la isla, que apareció no se sabe de dónde y que fue la primera habitante de paja.
"Gente rara en el balcón" Premio de Novela, CEAB 2015 CARLOS CASTILLO QUINTERO