NOCTURNO

H e l e n – F r a n k e n t h a l e r – Spring Run XVI, 1996

Nocturno

La noche baja de los cerros.
El fantasma llega con la noche. No tiene alcázar, castillo del terror, o casa vieja para sus miedos.
No sabe cuál es su culpa, ni por qué deambula por ahí.
¿Quién ha sido su juez?
¿Cuál su condena?
En el jardín de una mansión iluminada hay risas. Alguien brinda por los recién casados: Para que su amor no muera nunca, dice.
¡Salud!, contestan los de la fiesta.
¡Salud!, repite el fantasma, y piensa en lo bien que se acomodan el amor y la muerte en una misma frase.
Es jueves. Va hasta los barrios del centro.
Espera a la salida del Metropolitano, la espera a ella.
No sabe quién es, o no lo recuerda. Le gusta verla cuando tirita de frío y se sube el cuello del abrigo y dice bruuu.
Él hace lo mismo, pero de su boca no sale ningún sonido.
Él no tiene abrigo, viste una camisa azul manchada de sangre.
Tampoco tiene frío. Quisiera abrazarla y caminar con ella hablando de la película que acaban de ver, pero ya alguien lo hace.
La noche es un tren con ruedas de barro.
Asterión está perdido en el laberinto de luces de la ciudad.
Una horda de adolescentes disfrazados de toros de lidia sale de un casino.
¡Muerte a matadores y banderilleros!, gritan.
Asterión se les une y bebe whisky con ellos, encandilado.
Una pelirroja entrega con pasión el último amor que le queda. Su piel mañana será un espacio vacío en la memoria del hombre que está con ella.
Un ciego hace equilibrio en el techo de su casa. Amenaza con lanzarse si no llaman a Yocasta, su mujer.
Los vecinos se asoman por los postigos, maldicen, y regresan a la penumbra.
Un anciano llama a su perro y el perro le contesta. Se acomodan en una esquina del frío y su abrazo despeja la bruma.
Las luciérnagas se agolpan en la ventana del fabricante de violines.
El viejo contempla a un adolescente que se ha tatuado en el pecho la palabra melancolía.
El fabricante de violines pasa su mano derecha sobre las letras plantadas en esa piel de marfil, y se pone melancólico.
Las luciérnagas golpean el vidrio de su ventana hasta reventar.
Una princesa entra a un motel y sus ojos hacen explotar el televisor. Su cuerpo desnudo incinera las sábanas.
La princesa está feliz, y no sabe por qué llora.
El ciego se lanza gritando el nombre de su mujer, y de su espalda brotan dos alas de fuego que atraviesan la noche.
Los vecinos se asoman por los postigos, maldicen otra vez, y regresan a la penumbra.
Dejen dormir, dice una voz que viene de una pesadilla.
La noche sufre.
Las estrellas agonizan en los charcos de lluvia.
Narciso, vestido de colegiala, busca sus ojos en la fuente de piedra de un parque que ha inundado con vodka.
Ámame, dice.
Ámame, suplica, pero el ebrio de la fuente no le contesta.
Yocasta, con su vientre hinchado por la preñez, huye de la ciudad. Voltea a mirar y los insomnes se convierten en bellas estatuas de sal.
En el techo de la casa del ciego dos gatos se aman. Su amor suena igual a un largo quejido de bebé.
Las tejas resisten.
El fantasma toma cal de una pared, y se pinta un corazón en el costado para ver si puede sentir el amor.
Pero no puede.
Él no sabe que está muerto y que es fantasma.
No sabe nada.
El sol se asoma en los cerros, y lo borra, hasta el próximo jueves.

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De: «Noches con cerrojo»

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